miércoles, 23 de febrero de 2011

LA IMPORTANCIA DE LOS AMIGOS EN LA ADOLESCENCIA. Susana Moreu

“Todos mis amigos tienen móvil, así que por mi cumpleaños mis padres me regalaron uno. Pensé que así me sentiría más aceptada en el grupo, pero no ha sido así. Ellos se pasan el día mandándose mensajes y hablando por el Messenger de temas que no me entero… ¿Por qué me dan de lado?”


Laura, 14 años.

Si hay algo que importe a nuestros adolescentes son sus amigos.

domingo, 13 de febrero de 2011

¿SOLO BUENOS ESTUDIANTES? Susana Moreu

Marcos tiene 15 años, a los 14 se independizó… a su cuarto, tiene todo un búnker provisto de ordenador, tele, play, teléfono, no necesita nada del exterior… salvo comer y ropa limpia, que mamá a regañadientes le tiene siempre al día. Sus padres están preocupados, porque que no hable con nadie de casa pase, pero que no pegue ni chapa, ¡eso clama al cielo!”


Algo que nos preocupa muchísimo, es el rendimiento escolar de nuestros hijos.

Todos deseamos que nuestros hijos lleguen a ser personas maduras, capaces de tomar decisiones y afrontar sus consecuencias, en definitiva adultos responsables y felices. Qué duda cabe que la formación escolar de nuestros hijos es un ingrediente nada despreciable para tan ambicioso proyecto.

viernes, 4 de febrero de 2011

EDUCAR EN POSITIVO. TOMÁS MELENDO y SUSANA MOREU

1. ¿De qué se trata?
En positivo

Desde hace un buen número de años se ha venido repitiendo la necesidad de educar en positivo, aunque no siempre se ha dotado de contenido preciso a esa afirmación. Más bien diría que casi nunca.

En realidad, en positivo no solo hay que educar o tratar a todos los componentes de nuestra familia, sino enfocar el trabajo, las relaciones sociales y de amistad, las contrariedades diarias, los reveses de fortuna, los triunfos y las alegrías y las alegrías y las alegrías y las alegrías… y toda nuestra existencia.

No deberíamos olvidar que, en un porcentaje muy elevado, el éxito o fracaso de aquello con que nos enfrentamos o emprendemos depende de la actitud que adoptemos al plantearlo e iniciarlo, de las disposiciones con que lo afrontemos. O, dicho ahora en negativo, y como ya comentara Aristóteles: que un pequeño error o desviación en el comienzo de la andadura hará que jamás lleguemos a puerto.

Según Epicteto, «… no son las cosas las que perturban a las personas, sino los puntos de vista con que se acercan a ellas.»

Y Lukas, psiquiatra reconocida, a la que citaré a menudo, puntualiza: «De la actitud que una persona adopta frente a su destino depen¬de casi todo el daño que este pueda ocasionarle. La actitud interior tiene una enorme importancia. Con una actitud positiva se puede sacar provecho hasta de la situación más amenazadora, mientras que, con una actitud negativa, hasta una estancia en el Paraíso pue¬de resultar insoportable. Hay un chiste que retrata sabiamente esta realidad. En un autobús atiborrado de pasajeros, una chica le dice a su novio: “¡Es espantoso este gentío!”, a lo que su acompañante le contesta: “Pues anoche, en la discoteca, lo llamabas ‘ambiente’”. La actitud interior ejerce un poder sobre el bienestar y la infelici¬dad, las esperanzas y las expectativas.»

El optimista con fundamento —no el irresponsable alocado— tiene recorrida más de la mitad del camino en cualquier empresa que se proponga

En la familia

¿Cómo se concreta esta actitud en nuestra familia, en el trato con nuestro cónyuge y en la educación de nuestros hijos?

Si ustedes tuvieran la desgracia de ser filósofos, probablemente me bastaría con pedirles que reflexionaran a fondo sobre una verdad tan obvia como poco atendida. A saber: que todos los miembros de nuestra familia —¡comenzando por nosotros mismos!— somos personas.

Y la persona, también la humana, es algo maravilloso, espectacular; hasta el punto que durante siglos se ha considerado como «lo perfectísimo (lo traduzco así adrede) en toda la naturaleza: perfectissimum in tota natura.»

El mundo cambiaría radicalmente si cada uno de nosotros —usted y yo, para empezar— nos esforzáramos en considerar y tratar a quienes nos rodean, y a nosotros mismos, como personas, con todo lo que eso lleva consigo.

Ya que la única actitud adecuada respecto a cualquier persona no es solo la de respeto, como suele afirmarse con no demasiada finura intelectual, sino la de reverencia o veneración o, si se quiere ir al fondo, la del amor, como muy pronto veremos.

Ante cualquier persona, lo que siempre deberíamos hacer es amarla: buscar eficazmente su bien

«Una lupa delante de las cualidades»

La expresión la recojo del Presidente de la CONCAPA y de la UNIAPA, nuestro querido amigo Luis Carbonel. Ignoro si él la ha acuñado personalmente o, a su vez, la tomó prestada de otros.

En cualquier caso, se trata de algo que he trabajado desde hace años. Por eso, para abrir boca, voy a copiar casi literalmente algunas de las ideas al respecto que se encuentran en mis escritos.

Un buen modelo

La primera y más importante, que señalo tan solo, puesto que aparecerá de un modo u otro a partir de este momento, es que, cuando se pretende lograr la excelencia de las personas y de las familias, resulta mucho más reconfortante, alegre, entretenido y, sobre todo, eficaz, prestar atención a aquello que sí camina bien que a lo que no marcha o lo hace a trompicones.

Por ejemplo, para descubrir por qué que un matrimonio funciona o una familia vive en armonía no es buen sistema indagar en las causas o motivos de los roces y desencuentros ni examinar las circunstancias por las que una pareja se rompe o sus componentes llevan vidas paralelas, que no se cruzan ni siquiera se tocan en ningún instante…; más bien habrá que dirigir la mirada a aquello por lo cual los mejores matrimonios son los mejores: lo que hace que una familia viva feliz, que cada uno de sus miembros se desenvuelva adecuadamente tanto en el seno de su hogar como en los demás ámbitos de su existencia y un larguísimo etcétera.

E incluso, para suscitar ya el escándalo de algunos, me atrevería a insinuar que lo negativo, lo que no camina o chirría con estruendo, es preferible casi ignorarlo, porque, como veremos más adelante y señalaré en la bibliografía final, la insistencia en los defectos o en los comportamientos erróneos tienen de ordinario un solo y abominable efecto: multiplicarlos hasta límites que difícilmente cabía prever de antemano.

La insistencia en los defectos o en los comportamientos erróneos tienen de ordinario el efecto de multiplicarlos hasta límites que difícilmente cabía prever de antemano

De ahí que, incluso, me hubiera sentido más a gusto denominando estas páginas Cómo mejorar más aún la armonía familiar o con algún título semejante, que poner ya de entrada el acento en los conflictos… aunque sea para resolverlos en positivo: muuuuuuuy en positivo, no lo pongo en duda.

Desde hace años, tengo por costumbre enfocar mi atención e interés hacia lo mejor de lo mejor de lo existente, pues solo con centrar en ello la mirada se ponen las primeras piedras para que crezca y se multiplique.

Solo con dirigir nuestra atención a lo mejor que existe en nuestro entorno estamos promoviendo su desarrollo y difusión

Ejemplos.

Las mejoras bazas

Bajo el rótulo «Jugar las mejores bazas» puede leerse en uno de mis libros:

De hecho, será el amor el que enseñe a los padres a poner en práctica una de las claves más importantes de la educación. Lo que suele llamarse educar en positivo, cuyo principio fundamental consiste en:

1. Descubrir las cualidades que sus hijos ya poseen y deben ser potenciadas y, si es necesario, ponerlas por escrito con sus nombres propios: capacidad de compartir, espíritu de servicio, perspicacia, responsabilidad, afabilidad, aguante, simpatía, constancia, lealtad…

¿Con qué fin? Para que queden bien claras y para repasarlas, confirmarlas, perfilarlas y vigorizarlas cuantas veces fuere conveniente. Para hacerlas crecer.

2. Procurar no insistir monótona, reiterativa y exclusivamente en la corrección de sus defectos y limitaciones o en los que lleva anejos el papel en que lo hemos encasillado, siguiendo una mala costumbre tremendamente extendida: tozudo, holgazán, manazas, desordenado, cachaza, intransigente, protestón…

(Defectos que, precisamente por serlo, resultan difíciles de vencer. Atender, por el contrario, a sus puntos fuertes, y solicitar en esos campos mejoras asequibles, permitirá a los chicos:


1. Ir obteniendo pequeñas victorias, con la alegría y la ilusión que a ellas van aparejadas.


2. Aumentar de esta forma la propia estima y las ganas de luchar.


3. Y por fin, con el crecimiento conjunto de su persona, ponerse en condiciones de superar unos defectos que antes eran invencibles.)

Percibir la belleza del bien y de la verdad

Y algo más adelante, avanzando en idéntica dirección, en el mismo libro, insistía:

En el actual contexto, educar en positivo equivale a mostrar la belleza y la humanidad de la virtud alegre y serena, desenvuelta y sin inhibiciones.

Hemos de hacer ver a cada hijo —¡y previamente, estar nosotros mismos convencidos, porque es ya sustancia de nuestro propia existencia: ser de nuestro ser!— que comportarse del modo adecuado resulta mucho más atractivo y gozoso que obrar incorrectamente, aun cuando una mirada superficial, amplificada en muchos casos por el ambiente y determinados mass media, llevara a pensar de entrada lo contrario.

Para lograrlo, conviene esforzarse por vivir la propia vida, con todas sus satisfacciones y contrariedades, como una entusiasta aventura que vale la pena componer cada día. En tales circunstancias, al descubrir la hermosura y la maravilla de hacer el bien, el niño se sentirá atraído y estimulado para actuar de forma correcta: para amar y desear lo bueno, y para rechazar lo malo.

En Le crime de Sylvestre Bonnard, Anatole France dejó escrito: «Solamente se instruye deleitando. El arte de enseñar no es sino el arte de despertar la curiosidad de los jóvenes espíritus para satisfacerla inmediatamente; la curiosidad no es viva más que en las almas felices. Los conocimientos que se hacen entrar a la fuerza en las inteligencias las ocluyen y ahogan. Para digerir el saber, es preciso haberlo engullido con apetito.»

Es muy importante mostrar la belleza y la humanidad de la virtud alegre y serena, desenvuelta y sin inhibiciones

Forzar la balanza a favor de lo positivo

Y en otro lugar, dando un nuevo paso y por contraste, dejé escrito:

La experiencia muestra que normalmente insistimos más en los defectos de nuestros hijos que en los atributos favorables, y que lo mismo suele hacer el resto de la gente. Una de las consecuencias más negativas de este modo de obrar es que los chicos pueden pasar muchos años ignorando aquellas cualidades en las que, con un esfuerzo mínimo o, en todo caso, razonable, podrían sobresalir y apoyarse para mejorar el conjunto de su persona.

Lo ilustran estas sensatas —y tal vez un tanto excesivas— reflexiones de Faber y Mazlish:

«Parece ser que elogiar un comportamiento cabal no brota espontánea¬mente. La mayoría de nosotros somos prontos en criticar y tardos en aplau¬dir. Como padres, tenemos la obligación de invertir ese orden. […]


El lector habrá constatado que el mundo exterior no es muy proclive a las alabanzas. ¿Cuándo fue la última vez que otro conductor le dijo: “Gra¬cias por ocupar solamente una plaza de aparcamiento. Así cabrá también mi coche”? Nuestros esfuerzos de colaboración se dan por sentados. Si en cambio sufrimos un desliz, la condena será virulenta.


Seamos diferentes en nuestros hogares. Recordemos que además de pro¬porcionarles alimento, refugio y vestido, tenemos otro deber con nuestros hijos, y es consolidar sus mejores “atributos”. El mundo entero les afeará los defectos, con vigor e insistencia. Nuestra función es darles a conocer su parte buena.»

Y lo refuerza el juicio de Elisabeth Lukas, psiquiatra reconocida como la mejor discípula y continuadora de Viktor Frankl; palabras que, con leves modificaciones, deben aplicarse no solo a los casos patológicos sino a la vida cotidiana (basta sustituir «terapeuta» por padre o cónyuge; y «paciente», por hijo o por marido o mujer):

«La realidad demuestra que el elogio y el reconocimiento que recibe casi todo ciudadano medio en el transcurso de su vida no se corresponde con lo que este ofrece. Vivimos en una so¬ciedad a la que no le gusta elogiar. Por ello, casi todo el mun¬do recibe grandes dosis de crítica e imputaciones puramente erróneas de causas perversas. La desconfianza prevalece. Por ello, le corresponde al psicoterapeuta equilibrar esta situación acentuando todo el reconocimiento que merecen sus pacien¬tes, fijándose en sus buenos resultados, admirando sus expe¬riencias más elevadas y encomiando su valiente perseveran¬cia. El profundo respeto a los actos u omisiones responsables y llenos de sentido de nuestros congéneres despierta en ellos la voluntad de seguir por el buen camino y les confirma de ma¬nera retroactiva que ciertos esfuerzos no agradecidos no han cambiado. Uno de los actos más grandiosos del altruismo es, quizás, inclinarse ante los logros del prójimo.»

El profundo respeto a los actos u omisiones responsables y llenos de sentido de los miembros de nuestra familia despierta en ellos la voluntad de seguir por el buen camino y les confirma que ciertos esfuerzos que en su momento no fueron elogiados no dejan por ello de ser meritorios

Cuestiones que, aplicadas de forma más concreta al tema que llevamos entre manos, se resumen en este otro párrafo, más breve y certero, de la misma autora:

«Ante todo es importante […] preguntar también por las predisposiciones positivas del hijo, por los momentos de armonía que se viven en la familia, etc. Escudriñar solamente en lo negativo de un currículo no es más que una encuesta deprimente, hostil y absurda, porque su parcialidad solo saca a la luz deficiencias y menoscaba la esperanza.»

Insistir en sus defectos e ignorar sus cualidades puede llevar al niño a desconocer cuáles son las auténticas armas con las que cuenta para desarrollarse y triunfar en la vida

Descubrirles las virtualidades que guardan en su interior

Y, todavía, referido ya al día a día y colocándome en la posición aparentemente «menos favorable», concluía:

En consecuencia, siempre, pero sobre todo si vemos a cualquier de nuestros hijos recaer en algún defecto, resultará más eficaz una palabra de ánimo que echárselo en cara y humillarlo.

Mostrar al hijo que confiamos en él constituye el mejor y más eficaz incentivo, aunque normalmente lleve aparejado el esfuerzo previo de descubrir sus cualidades e incluso, si es el caso, de ponerlas por escrito y releerlas con frecuencia, como antes dejé dicho… o pedir a nuestro cónyuge que «nos pase revista de ellas» cuando lo vemos todo negro.

En efecto, los hombres solemos obrar no según lo que somos, sino lo que creemos que somos o, incluso, lo que creemos que creen que somos y, por tanto, lo que (creemos que) esperan de nosotros.

De manera todavía más acentuada, el niño se encuentra impulsado a llevar a la práctica la opinión positiva o negativa que de él se tiene y a no defraudar nuestras expectativas al respecto.

Por eso hemos de tener siempre presente, en la cabeza, en el corazón y en los labios, sobre todo, sus cualidades. Y por eso, según recuerda un eminente pensador francés, en la estela dejada por Goethe:

La clave de la educación consiste en ver y querer a aquel a quien amamos, en cada momento, un poco mejor de lo que en realidad es

Una prueba experimental

Para ayudar a vencer la enorme resistencia que tenemos los padres a centrar nuestra atención y nuestro interés en lo positivo, me permito transcribir una larga cita de Lukas:

«La elección de a qué prestamos preferentemente nuestra atención es un acto del que dependen muchas cosas, tal como se demuestra en el pequeño experimento de la psicología conductista que presentamos a continuación:


“Eran las 9:20 de la mañana en una clase de niños de enseñanza primaria; cuarenta y ocho alumnos y dos profesores. […] Los alumnos habían recibido unos deberes, que debían realizar en su sitio, mientras los dos profesores, jóvenes y capacitados, enseñaban a leer por separado en grupos reducidos.


Los observadores entraban en el aula, se sentaban y, durante los veinte minutos siguientes, iban anotando, a intervalos de diez segundos, el número de niños que no estaban en su sitio. El estudio se prolongó durante seis días. Los observadores también anotaban la frecuencia con que los profesores pedían a los niños que se sentaran o que volvieran a su sitio.


Durante estos primeros seis días, se registraron tres niños alejados de su silla cada diez segundos, mientras que los profesores dijeron ‘sentaos’ unas siete veces durante los veinte minutos de observación.


Entonces ocurrió algo sorprendente. Se pidió a los profesores que dijeran ‘sentaos’ a los niños con más frecuencia. Durante los doce días siguientes, los maestros dijeron 27,5 veces ‘sentaos’ en cada intervalo de veinte minutos, y hubo más niños levantados (una media de 4,5 cada diez segundos). Hicimos otra prueba. Durante los ocho días siguientes, los profesores volvieron a decir solo 7 veces ‘sentaos’ en los veinte minutos. La cantidad de alumnos que abandonaros su silla volvió a la media de tres cada diez segundos. Entonces, volvimos a pedir a los profesores que dijeran ‘sentaos’ más a menudo (28 veces en veinte minutos). Los niños volvieron a levantarse otra vez con más frecuencia, 4 veces cada diez segundos.


Finalmente, pedimos a los profesores que se abstuvieran completamente de decir ‘sentaos’ y, en su lugar, elogiaran el hecho de trabajar y quedarse sentado. Lo hicieron bien, y menos de dos niños se levantaron cada diez segundos (la cifra más baja de todas las observaciones).”


Lo que quedó comprobado en este experimento fue la llamada “trampa de la crítica”, es decir, que, en la mayoría de casos, lo que hace la crítica reforzada es provocar realmente la conducta que se critica. Y como la conducta perturbadora que se critica se ve reforzada, entonces se critica más todavía, y esta crítica vuelve a reforzar la conducta, a no ser que se reduzca la crítica a pesar de la conducta perturbadora repetida y se dirija la atención hacia lo positivo, lo cual, en la vida real, fuera de un marco experimental, no resulta fácil.


A ello se añade el agravante de que la crítica obtiene a menudo un éxito a corto plazo, que hace olvidar el mecanismo fundamental de la trampa. Así, el ‘sentaos’ de los profesores en el día a día escolar antes citado hace que los niños se sienten momentáneamente, aunque después se vuelve a levantar con una frecuencia todavía mayor, y aquel sentarse momentáneo puede crear la ilusión de que la crítica era correcta y oportuna. Sin embargo, su efecto final es el contrario, porque obliga a los profesores a fijarse en lo negativo y no en lo positivo, y porque aquello en lo que nos fijamos mentalmente siempre experimenta un refuerzo. Veamos cuánto se puede reforzar lo negativo si solo nos fijamos en ello:


“En un experimento, transformamos una clase ‘buena’ en una clase ‘mala’ por unas semanas. Sugerimos al profesor que no elogiara más a sus alumnos. Cuando dejó de elogiarlos, la conducta perturbadora no deseada aumentó de un 8,7% a un 25,5%. El profesor reprobó el mal comportamiento y se abstuvo de elogiar la conducta de los niños que estaban haciendo sus deberes.


Cuando pedimos al profesor que, en lugar de 5 veces en veinte minutos, reprobara a sus alumnos 16 veces en veinte minutos, la conducta perturbadora aumentó todavía más. Subió hasta una media de 31,2% y se mantuvo durante unos días por encima del 50%. La mala conducta aún se acentuó más por la atención que se le prestaba a la misma. Cuando los niños volvieron a ser elogiados, retornó la predisposición al trabajo.”


El experimento muestra cómo una conducta perturbadora no deseada de un grupo de niños puede aumentar, en pocas semanas, de un 8,7% a la alarmante cifra de 50%. ¡Y solo con la atención que se presta a esta conducta!»

Aquello en lo que nos fijamos mentalmente siempre experimenta un refuerzo. En la mayoría de casos, lo que hace la crítica reforzada es provocar realmente la conducta que se critica

2. En todos los casos


La gran aventura…

Lo que acabo de esbozar debe aplicarse no solo a la educación de los hijos, sino —según apunté— a nuestra entera existencia y, por seguir moviéndonos en el terreno de la familia, al matrimonio como tal.

¡Qué distinta andadura y qué final tan diverso cabe augurar para quienes conciben el matrimonio de una u otra de las dos formas que voy a bosquejar!:

1. Como una especie de losa que limita la propia libertad; como un lastre que impide moverse con soltura por la vida y «hacer en cada instante lo que me venga en gana»; como una simple y arriesgada «prueba» para ver cómo le va con su cónyuge, «guardando bien la ropa mientras nada, no sea que tenga que volver inesperadamente a la orilla»…

2. O, en el otro extremo, como la gran aventura —arriesgada, pero libre y briosa y apasionante y apasionada— de su existencia.

Es decir, como la palpitante odisea en la que van a aprender lo único que de veras importa, aquello para lo que en fin de cuentas han venido a este mundo: amar más y mejor, dilatar las fronteras del propio corazón, a fin de que, al término de su paso por la tierra, «quepa más Dios en su alma» y sean mucho más felices.

¿Por qué presagio finales tan diversos?

1. Pues porque los primeros —los «prudentes»— iniciarán la marcha repletos de suspicacia; con paso vacilante y cansino y, por lo mismo, penoso y agotador; sin haber quemado las naves; con la mirada atenta justo a cuanto pueda poner en peligro la felicidad que, en cualquier caso y como todos, también ellos anhelan… y decididos a desandar lo andado cuando esas dificultades se les antojen insoportables. Sufrirán precisamente por el planteamiento que hicieron antes de casarse, y difícilmente podrán sustraerse al fracaso y la ruptura.

2. Los segundos, por el contrario, han sabido correr el riesgo de la libertad; «jugarse a una sola baza, a cara o cruz —como escribió Marañón—, el porvenir del propio corazón». Por eso, ante idénticos retos y dificultades que los anteriores, disfrutarán más y más conforme avancen en su camino, para terminar su vida con la sensación de plenitud de quienes, a pesar de los inevitables tropezones y momentos de baja, pueden mirar atrás con la satisfacción de la misión cumplida.

La actitud con que afrontaron el reto les ha hecho alcanzar la victoria

Suele ser venturosa

No debería extrañarnos. Una aventura es una aventura, con lo que eso lleva de… aventura. Y lo que caracteriza a una buena aventura es que quienes la emprenden:

1. Se ponen una meta alta, atractiva, arrebatadora y, en cierto modo, gozosamente obsesiva; aspiran a un objetivo en apariencia inalcanzable, pero con clara conciencia de que vale la pena.

2. No tienen ninguna seguridad, aunque sí plena confianza, en que van a lograr su fin: de lo contrario, eliminados a la par la esperanza y el riesgo, ¿qué «gracia» tendría lo propuesto?

3. Una vez que la inician, no permiten que las dificultades y los contratiempos, también los imprevistos-no-previstos-ni-previsibles, sofoquen la ilusión inicial ni les impidan recrearse en lo que ya han avanzado.

4. La mirada fija en el triunfo hace que a cada paso renueven las energías —¡y las agallas!— para seguir adelante… y pongan los medios oportunos para lograrlo.

En mi opinión, enfocar de este segundo modo el matrimonio y la familia que con él comienza, permite fácilmente convertirlos en una epopeya enrumbada hacia un final feliz… siempre que los interesados se empeñen en que el cariño mutuo crezca, se acrisole y purifique: brille.

El cónyuge y los hijos, sustancialmente buenos… o mejores

Algo similar podría decirse —y lo diré más adelante— respecto al cónyuge y los hijos. También cabe considerarlos como parte esencial y enriquecedora de la gran odisea de nuestra vida o, pasada la ilusión de los primeros momentos, como un pesado fardo que nos impide realizarnos.

Y la diferencia estriba, en el fondo y como ya expuse, en dónde centremos nuestra atención: en la media botella llena, con lo que nos sentiremos animados a completarla hasta que desborde; o en la media vacía, que acabará por convencernos de que perderemos irremediablemente lo poco que todavía conservamos.

Más en concreto, y atendiendo a un solo detalle.

Considero fundamental que sepamos disfrutar cuanto resulte posible de nuestro matrimonio y de todos y cada uno de nuestros hijos. Lo que, a su vez, se traduce en: gozar hasta el fondo-fondo —iba a decir: «regodearnos»— con las satisfacciones que desde el principio nos proporciona el otro cónyuge, interiorizarlas, profundizarlas, ampliarlas y hacerles eco, guardarlas bien en la memoria y en el corazón, arroparlas y acopiarlas para cuando lleguen los momentos de sequía, que inevitablemente llegarán… pero no debemos exagerar.

De esta manera, y al obrar de forma análoga con cada uno de nuestros hijos, las contrariedades serán mucho más fácilmente superables o incluso pasarán desapercibidas, anegadas por el inmenso caudal de ilusiones bien forjadas, protegidas y recreadas que llena nuestra voluntad y nuestra mente.

Hay que aprender a disfrutar a fondo de todas las alegrías que proporcionan el cónyuge y cada uno de los hijos

3. La clave de las claves


Un cambio de actitud

Todo lo que precede, escrito con intención de forma desordenada, pretendía preparar al lector para reflexionar sobre 3 ó 4 ideas fundamentales, que constituirán el punto de referencia constante de los capítulos sucesivos y, por eso, del curso entero e incluso de toda la convivencia humana.

La primera de esas convicciones es distinta de las restantes. Para intrigar un poco, podría calificarla como funcional, porque señala cómo hemos de comportarnos («funcionar»), aunque sin explicar todavía el motivo que nos lleva a hacerlo: para eso están las siguientes.

Vamos, pues, con ella. Resulta bastante común, entre los que nos ocupamos de relaciones humanas y, más en particular, de educación, repetir que no existen recetas, es decir, modos de obrar preestablecidos que indiquen lo que he de hacer cuando se me presente un problema o una oportunidad inesperados.

De hecho, a poco reflexivos que seamos, advertiremos que lo que nos ha funcionado en un momento concreto con uno de nuestros hijos resulta tal vez desastroso no solo con la hija cinco años mayor que él ni con el hermano al que lleva dos… sino con ese mismo hijo cuando lo hemos pillado (o estábamos nosotros) de un humor distinto, más despierto o más dormido, flipando por la novedad del regalo recién descubierto o deshecho porque no le había mirado la chica de sus sueños… o de sus vigilias diurnas o nocturnas.

Todo esto puede resultar desesperante para una civilización acostumbrada a no pensar demasiado —¡a no pensar, sin más!: «demasiado» es conceder «demasiado»— y a resolver todos los contratiempos mediante técnicas-uniformes-con-instrucciones-de-uso.

Pero con las personas no sirve

Más lo que somos que lo que hacemos

Contrapartida en positivo y un poco jocosa: no debemos preocuparnos en exceso por hacer las cosas de un modo u otro, porque es bastante frecuente que nos equivoquemos en los dos casos… y no suele pasar nada, al menos irremediable.

Y contrapartida todavía más positiva y seria-gozosa: lo radicalmente importante en el trato con otras personas —con nuestros hijos y nuestro cónyuge, para no irnos demasiado por las ramas— es la actitud de fondo que adoptemos frente a ellas, que normalmente se refleja en modos certeros de obrar… si esa actitud es la correcta.

Como escribe von Hildebrand: «El auténtico esfuerzo supone una revisión continua de nosotros mismos y de nuestras propias actitudes. Creo que, en primer lugar, no se trata de qué hacer, sino de cómo uno tiene que ser para llevar un matrimonio feliz»… o para que lo sea toda nuestra familia.

Lo absolutamente decisivo en nuestra relación con los demás es adoptar una actitud de benevolencia, de amor auténtico, que surja espontánea de un acrisolamiento o mejora de nuestro ser

La actitud adecuada

Cuando San Agustín sostiene su famoso y tan relajante y liberador «ama y haz lo que quieras», añade de inmediato, aunque no suela citarse: si corriges, corregirás por amor (y, por tanto, sin acritud, de forma comprensiva, con buenos modales, etc.); si trabajas, trabajarás por amor: es decir, poniendo los cinco sentidos en lo que haces, evitando la precipitación y la chapuza, con la intención de ayudar a quienes te rodean y no solo de llenar la faltriquera…

Que la disposición apropiada indica y propicia los comportamientos oportunos es también la regla de oro de la logoterapia, que intenta por eso provocar un cambio de actitud —en los enfermos y en los sanos— como medio eficaz de conseguir comportamientos cada vez más rectos y logrados.

Según Lukas, la logoterapia aspira más y antes que a rectificar la conducta, a mejorar el talante de la persona, precisamente para asegurar la eficacia. «Su objetivo no es modificar primero el comportamiento, sino cambiar la actitud. Según la logoterapia, una actitud interior modificada trae consigo, sin más esfuerzos, una conducta modificada.»

Cuando la actitud es correcta también suelen serlo las obras que la siguen

Personas entre personas

Pero lo que mantiene firmemente orientada hacia el bien o corrige nuestra actitud es la reflexión pausada y serena sobre un hecho fundamental, al que ya he aludido: que cada uno de nosotros somos personas, capaces de conocer que quienes nos rodean son también personas; y, obviamente, me estoy refiriendo de entrada a nuestros hijos, amigos, hermanos, etc.

Por tanto, si nos paramos a considerar despacio cada día en qué consiste ser persona, casi sin advertirlo iremos acrisolando nuestra manera de vernos y de ver a los demás y de tratarnos y tratarlos a cada uno de ellos.

Estamos ante el sentido más hondo de esa afirmación tan repetida como poco creída y casi nunca tenida en cuenta: lo más práctico (no lo más pragmático-crematístico, que esa es otra historia) es una buena teoría, un buen conocimiento de la realidad.

¿Lo intentamos con la persona?

Perfectissimum!

La mayoría de nosotros identificamos casi sin advertirlo persona y hombre (varón o mujer). Ni está del todo mal ni es del todo acertado. En primer término, porque existen o podrían existir otro tipo de personas superiores, como los ángeles (¡qué le voy a hacer: mejor eso que citar «las Ideas» de Platón o «las Inteligencias separadas» de Aristóteles!) y Dios (también preferible al Primer Motor inmóvil, ¡digo yo!).

Pero, sobre todo porque, aunque se refieran a un mismo sujeto, lo hacen de distinta manera, poniendo el acento o connotando aspectos o matices diversos de esa misma realidad.

Un ejemplo no-muy-ejemplar. A los que hemos superado los 50, las tres frases que citaré a continuación nos remiten a un mismo sujeto, para muchos el mejor futbolista de todos los tiempos: nuestro querido Di Stefano.


Refresco la memoria. Di Stefano era:


1. La saeta rubia (que indicaba su velocidad y el color de su pelo… antes de cambiar la cabellera por los michelines).


2. El delantero centro del Real Madrid, allá por los años en que ganó unas cuantas ligas y copas de Europa, cuando copas y ligas se decían todavía en castellano.


3. Y, ya que ha salido lo de las ligas, uno de los primeros que anunciaron aquello de: «Si yo fuera mi mujer, usaría medias Berk…» (No digo la marca completa, porque ignoro si siguen existiendo y no quiero que malicien que llevo comisión).


Está claro que esta última indiscreción difícilmente llevaría a pensar (si no estamos prevenidos o conocemos el spot) en un jugador de fútbol excepcional. Y, sin embargo, ¡se trataba también de Don Alfredo!


Algo parecido ocurre con los vocablos que llevamos entre manos:

«Hombre» y «persona», aunque se refieren al mismo tipo de individuos, acentúan aspectos distintos de ellos

La dignidad personal

En efecto, con el término hombre nos referimos a cualquier sujeto humano, para indicar que tiene una determinada naturaleza o modo de ser: justo lo que llamamos naturaleza humana.

Para algunos, los más adictos a la moda, poseer tal naturaleza es lo peorcito que puede ocurrir: el hombre (varón o mujer, pero sobre todo el varón) es el gran depredador de la naturaleza, el origen de todos los males de la familia, de la sociedad y del universo… y un etceeeeeeeeeétera cuan largo deseen. Y todo lo anterior, quiero que esto quede claro, ¡justo por ser hombre!, que es la palabra-realidad que estamos examinando.

En el extremo contrario, cuando se empezó a utilizar la voz persona para aplicarla a los humanos se quería subrayar exactamente lo opuesto: la sublimidad o grandeza de quienes poseen tal modo de ser.

Por eso decían los medievales que persona est nomen dignitatis: persona es un nombre que indica «dignidad». Y por eso la expresión «dignidad de la persona» es tautológica o reiterativa… al menos para quienes estamos convencidos, a pesar de nuestras limitaciones y ruindades, de que, en efecto, ser persona es algo muy, pero que muy serio.

Se comenzó a emplear el término persona para designar al ser humano cuando se advirtió con nitidez su enorme superioridad respecto a todas las restantes realidades que existen en la tierra

Y la excelsa singularidad

Aunque dicho de una manera no muy ortodoxa, espero que los párrafos anteriores no hayan aportado nada nuevo a quienes me leen: aun cuando bastantes desconozcan lo que quieren decir con ello, hablar de la dignidad de la persona constituye en la actualidad un lugar común.

También lo es apelar a su carácter único e irrepetible. Pero en este caso me temo que todavía se sepa menos lo que eso lleva consigo. De ahí que resulte oportuno explicarlo mínimamente.

Un ejemplo sí ejemplar, no porque esté en lo correcto, sino porque indica la ignorancia que suele acompañar al uso de la unicidad e irrepetibilidad referida a los hombres… incluso en personas que, por su posición social y profesión, deberían conocerlo un poquito mejor.

Un ilustre Catedrático de una ilustre Universidad (de cuyos nombres me acuerdo perfectamente y me encantaría reseñar) me echó en cara el que hiciera uso de este atributo —único, singular…— para aludir y diferenciar a la persona humana; «pues, al fin y al cabo —prosiguió, triunfante—, también mi perro es singular, y el árbol que tenemos delante… y… y…»


… Y el ilustre Catedrático de la más ilustre Universidad no sabía de qué estaba hablando. Y lo siento, pero por su perro, por el árbol, etc.; no por él, que era bastante prepotente y un poco necio: de nescire, que en latín significa no saber.

Porque resulta, y de nuevo querría que me tomaran en serio, que hay grados de singularidad o de unicidad o como prefiramos llamarlo.

Y, así, mientras las sillas de un aula son bastante-poco-únicas-y-poco-singulares, y por eso bastante-sustituibles-por-cualesquiera-otras-del-mismo-tipo, cada uno de los seres humanos, precisamente cuando advertimos que se trata de una persona y como tal lo tratamos, resulta tan único —¡y tan «escaso» o «raro», en este sentido!— que no puede ser reemplazado por ningún otro, ni por la suma de todos los que existen al mismo tiempo que él, ni por la de cuantos han existido, existen y existirán ni, si me apuran (o incluso si no lo hacen) por la conjunción de todos ellos más el mismísimo Dios… precisamente porque Dios así lo ha querido.

Lo cual, dicho sea sin la menor exageración, es bastante imponente y sobrecogedor, y debería provocar justo lo que antes indicaba: un cambio radical de actitud ante cada persona.

El hecho de que cualquier persona, incluso la más autodegradada, resulte única e irreemplazable constituye, en fin de cuentas, el motivo de su excelsa dignidad… y viceversa: es digna —posee un valor inconmensurable— justo por ser absolutamente única y no sustituible

Principio y término de amor

Alguno (¿todos?) podrá decirme que qué tiene que ver todo esto con la resolución de conflictos… y, para más inri, en positivo.

Les confesaré con toda franqueza que me he sentido obligado a mencionar estas cuestiones porque de lo contrario no sabía cómo meterle mano a lo de los conflictos, ni tan siquiera porqué debía tratar de ellos y explicar que parece bueno evitarlos o no-evitarlos-pero-no-por-eso-matar-al-que-los-origina… y otro muuuuuuuucho más larguísimo etceeeeeeeeeeeeeeeeétera que el de antes.

Era incapaz de decir nada que me convenciera mínimamente y pudiera servir de ayuda real al lector.

Por el contrario, como señalaré en su momento, si uno tiene bien en cuenta que él o ella es una persona (dignísima, rarísima, excepcional = única) y que también lo son los restantes humanos con los que se codea a diario, podrá entender que la sola manera adecuada de relacionarse con ellos es con un exquisito respeto o veneración y, todavía más allá de esa reverencia, utilizando una palabra desprestigiada a la que pretendo devolver su sentido genuino, con mucho amor: es decir, procurando eficazmente su bien.

Y a continuación comprobará que si tal amor existe (y no estoy hablando de blandenguerías ni sentimentalismos lacrimógenos, sino de búsqueda real y recia de lo bueno para cada persona), los conflictos no aparecen, o se saltan por encima, o se pasan por debajo o por la derecha o por la izquierda o se aprende a vivir perfectamente con ellos sin amargarse ni amargar a nadie, excepto en casos de enfermedad psíquica severa… que también los hay.

La única actitud adecuada a la grandeza de la persona es el amor, que consiste esencialmente en perseguir y procurarle lo que constituye su auténtico bien

Es decir… el suyo

He resaltado el «su» porque, debido a la estricta singularidad del individuo humano, el bien de cada cual no se identifica necesariamente con el de cada cuala ni con el de la persona que tiene al lado, ni con su cuate (en España, mellizo o gemelo, que no son lo mismo) ni, si llegara a darse tan triste e hipotética situación, con el de la persona clonada para reponer sus miembros averiados, presuntamente idéntica, pero en realidad, si llegara a existir, radicalmente otra… pues de lo contrario no sería persona.

1. Primera consecuencia: educar a un hijo es buscar su bien, y esto equivale a hacerlo crecer y desarrollarse como persona, como esa persona única que cada uno y cada una son. Y para conseguirlo hay que esforzarse en conocerlo a fondo y, lo repito, sobre todo, sobre todo, debemos descubrir las cualidades que mejor lo caracterizan y le permitirán desplegar a tope su humanidad.

2. Segunda: nadie puede crecer como persona sino en la medida en que pone en juego o ejerce su libertad; cualquier acto que hagamos sin libertad puede incluso perfeccionarnos sectorialmente, como cuando estudio a la fuerza o a la fuerza trabajo y adquiero experiencia en ese campo; pero no me hace mejor persona.

3. Por otra parte, el acto por excelencia de libertad, lo que no puede ser nunca coaccionado so pena de perder la esencia que lo constituye, es el amor: amo cuando y si me da la gana, en el sentido más noble de esta expresión; es decir, cuando y si quiero, designando con este verbo la operación suprema de la voluntad.

4. Con lo que resulta que educar no consiste tanto en hacer, sino en ayudar o, al menos, no impedir que cada uno de nuestros hijos vaya tomando cuanto antes las riendas de su propia vida y logre libremente obrar del modo más oportuno para desarrollarse y conquistar la plenitud que como persona le corresponde.

Lo cual, si no lo hemos hecho horrendamente mal, consistirá en que aprenda progresivamente a amar más y mejor, a estar menos pendiente de sí y de sus antojos que de las necesidades reales de quienes lo rodean.

Ideal este en cierto modo utópico, pero no por ello menos deseable… y que tal vez consiguiera superar todos los conflictos o liberarlos de su carácter «conflictivo».

Educar es ayudar a una persona a ser progresivamente más libre, es decir — ¡sí: es decir!— a incrementar la calidad e intensidad de sus amores

Reproducido de la web http://www.edufamilia.com/ por la Asociación Juvenil Indar